El tiempo del amor, el amor del tiempo: una lectura de Cuatro horas, de Alberte Momán Noval

 
Accede al texto íntegro: Cuatro horas

En la obra de Alberte Momán Noval existe una preocupación constante por la fragilidad de la experiencia y por la imposibilidad de fijar el instante. Cuatro horas (M Editora, 2018) condensa ese motivo en una estructura que es, al mismo tiempo, formal y emocional: cuatro horas como límite de escritura, como tiempo de la espera y como duración simbólica de un amor que se mide, se repite y se consuma en la palabra. El texto, de apariencia breve, se despliega en múltiples capas: epístola, diario, confesión y poema en prosa; un laboratorio donde el autor explora la intensidad del vínculo amoroso y su traducción literaria.

Desde las primeras páginas, el lector es convocado a un espacio liminar, entre el pensamiento y la carne, entre la lucidez y el deseo. “Somos la versión intrínseca de lo que tú llamas nosotros”, se lee al inicio, y ya en esa declaración se cifran las coordenadas del libro: una reflexión sobre la identidad en plural, sobre la fusión y la disolución del yo en el otro. Momán, que ha transitado en su obra por la poesía y la narrativa con un impulso de experimentación constante, utiliza aquí el tiempo —esas “cuatro horas”— como una cámara de resonancia donde cada frase actúa como un eco del cuerpo amado y de la conciencia que lo contempla.

Una poética del límite

La estructura de Cuatro horas responde a un gesto performativo: escribir durante un tiempo pautado, con la voluntad de comprimir en ese margen lo vivido, lo pensado y lo recordado. La escritura se convierte, así, en ritual de supervivencia frente a la distancia. El autor asume el artificio como condición necesaria: “Escribir o describir el nosotros de tu imaginario en cuatro horas”, dice el narrador, y esa frase, repetida con ligeras variaciones, articula todo el texto como un mantra, una tentativa de retener lo que inevitablemente se escapa.

La elección de un tiempo concreto —ni demasiado breve ni excesivo— sugiere también una meditación sobre el trabajo de la memoria y la creación. Cuatro horas equivalen al lapso que dura una sesión de escritura o un turno de espera, pero también al ciclo simbólico del deseo: la duración de la evocación y del reencuentro. En ese espacio limitado, la voz poética busca “condensar cinco meses” de relación, enfrentando el fracaso inherente a todo intento de narrar la experiencia amorosa.

Momán escribe desde la conciencia de esa imposibilidad. No hay en Cuatro horas un afán de reconstrucción cronológica, sino de respiración emocional. El texto avanza por asociaciones, fragmentos, repeticiones, silencios. Se trata de una poética de la inmediatez, pero también del desbordamiento: las horas no bastan, el lenguaje no alcanza, y sin embargo la escritura insiste. El tiempo, en este libro, no es una medida exterior sino una materia viva que se expande y se contrae al ritmo del deseo.

Erotismo y revelación

En Cuatro horas el eros se despliega sin pudor, pero también sin complacencia. La sexualidad no es aquí una mera escena del cuerpo, sino una forma de conocimiento. En esa línea, Momán continúa una tradición que va de Bataille a Pasolini, de Anaïs Nin a Clarice Lispector: la del erotismo como experiencia de verdad. El cuerpo amado es objeto de contemplación y de escritura; la palabra se vuelve piel, respiración, estremecimiento. “Respiro el aroma que desprendes besando, pausadamente, cada parte de un todo que se estremece tras el paso de mi lengua”, escribe el narrador en uno de los pasajes más intensos del libro.

Sin embargo, esta sensualidad no busca la épica del deseo, sino la vulnerabilidad. La distancia —la ausencia, la espera, la imposibilidad de poseer completamente al otro— convierte el acto erótico en un ejercicio de fe. Cada encuentro es una forma de reencuentro, una tentativa de volver a escribir el mismo cuerpo, la misma emoción, sabiendo que no hay repetición exacta posible.

Esa tensión entre el impulso de fusión y la conciencia de la separación recorre todo el libro. El amor se vuelve, en Cuatro horas, un laboratorio del tiempo: lo que se ama se deshace en el instante, lo que se recuerda se reescribe en la distancia. De ahí la importancia de la escritura como acto sustitutivo y revelador: escribir es amar de nuevo, pero también aceptar que el amor solo existe en la huella que deja su desaparición.

La forma fragmentaria y la unidad del “nosotros”

Formalmente, el texto se organiza en bloques breves, que oscilan entre la prosa poética, la carta y el diario. No hay una trama lineal, sino una sucesión de escenas, pensamientos y visiones. La repetición de fórmulas (“me repito”, “cuatro horas”, “cinco meses”) crea un efecto hipnótico, casi litúrgico, que refuerza la idea de ciclo y de límite. Cada fragmento parece surgir de la urgencia del momento, del deseo de fijar lo efímero antes de que se disuelva.

El “yo” narrador y el “tú” al que se dirige conforman una identidad plural, un sujeto doble. En esa relación de espejo, el autor explora los límites entre la intimidad y la representación. ¿Quién habla? ¿A quién se escribe realmente? La frontera entre lo vivido y lo imaginado se difumina, y la pareja se convierte en metáfora del propio acto de escribir: una convivencia entre presencia y ausencia, entre lo tangible y lo soñado.

Este procedimiento recuerda, en ciertos pasajes, la escritura de autores como Marguerite Duras o Julio Cortázar —particularmente en Los amantes o en Rayuela—, donde la segunda persona gramatical se utiliza para construir una intimidad verbal que funciona como sustituto de la realidad. Momán asume esa herencia, pero la lleva a su terreno: el de una lengua poética contenida, deliberadamente rítmica, que avanza por acumulación de imágenes más que por desarrollo narrativo.

Las “memorias de un gato” y el desdoblamiento

En la segunda parte del libro, titulada “Memorias de un gato”, se produce un giro sutil pero significativo. La voz se desplaza hacia una mirada exterior —la del animal que observa, que recuerda, que testimonia— y el relato adquiere un tono más introspectivo, casi fantasmático. El gato es testigo y símbolo: figura de la independencia, de la soledad, del deseo que acecha. Su presencia introduce un componente alegórico en la obra, una especie de espejo oblicuo donde el amor humano se contempla desde la distancia.

El erotismo se vuelve más ambiguo, más sombrío. Escenas de convivencia, de rutina doméstica, se cargan de tensión emocional y de extrañamiento. La descripción de los gestos cotidianos —el baño, la cocina, el desayuno— se mezcla con momentos de voyeurismo y melancolía. La escritura alcanza aquí un tono cinematográfico, como si cada escena fuera capturada en un plano fijo, suspendido en el tiempo.

Este recurso acentúa la sensación de desdoblamiento: el narrador ya no es solo el amante que escribe, sino también el observador que asiste al deterioro del vínculo, a la transformación del deseo en costumbre, de la presencia en ausencia. En ese sentido, Cuatro horas es también una reflexión sobre la fragilidad de las relaciones, sobre el lento desgaste que impone el tiempo incluso a las pasiones más intensas.

La palabra y el silencio

Uno de los temas más persistentes en la obra de Momán es la insuficiencia del lenguaje. En Cuatro horas, esa conciencia se hace explícita: el narrador duda, se corrige, repite, confiesa su incapacidad para nombrar. “Apenas he escrito una palabra que no es tu nombre, pero que podría ser tu nombre”, dice. La escritura es un intento fallido, una aproximación a lo inefable.

Sin embargo, de ese fracaso surge la belleza del texto. El silencio, las pausas, los márgenes de la página se vuelven tan significativos como las palabras. Momán escribe desde la grieta, desde la imposibilidad de decirlo todo, y precisamente ahí encuentra su tono más auténtico. La reiteración no es redundancia, sino insistencia amorosa, voluntad de permanencia en medio de la fugacidad.

En este sentido, Cuatro horas puede leerse como una elegía del instante, una meditación sobre la escritura como acto de resistencia frente al olvido. Cada frase intenta capturar el temblor del presente, sabiendo que ese presente se desvanece en cuanto se escribe. La obra, así, no busca clausura ni resolución: es un proceso, una deriva, un ciclo que vuelve siempre al punto de partida.

Conclusión: la delicia de lo inacabado

En las páginas finales, Momán escribe: “Una ciudad construida a base de versos inacabados. Una ciudad inacabada como todos los libros que anteceden a este libro, también inacabado. Deliciosamente inconcluso.” Esa afirmación podría funcionar como manifiesto de su poética. Cuatro horas no pretende cerrar, sino abrir; no describe una historia de amor, sino su devenir, su escritura, su disolución.

El autor convierte la limitación temporal en una metáfora de la existencia: el tiempo como marco, como cárcel y como refugio. La escritura, al mismo tiempo, aparece como único modo de trascender esa frontera, aunque sea de manera efímera.

En su combinación de lirismo y desnudez, de deseo y pensamiento, Cuatro horas es una obra que desborda su propio título. Las cuatro horas de escritura se expanden hasta convertirse en una experiencia total, en una reflexión sobre lo que significa amar, recordar, escribir.

Del mismo modo que la luz que se filtra por una persiana entreabierta —imagen recurrente en el libro—, la prosa de Momán ilumina el cuerpo y la conciencia con una claridad tenue, ambigua, hermosa. El resultado es un texto íntimo y universal, una meditación sobre la imposibilidad de detener el tiempo y, a la vez, sobre la obstinada necesidad de seguir intentándolo.


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